Un campeón abatido<br> <b>Grecia-Francia: 1 a 0
26 de junio de 2004
De un lado de la cancha, nombres tan altisonantes como Zidane, Henry y Trezeguet, las superestrellas que juegan en los clubes más renombrados, del otro, Fyssas, Seitaridis y Kapsis. Pero a pesar de su superioridad nominal, el primer y en definitiva único gol no fue para los franceses.
Un cabezazo bien colocado, otra vez de Charisteas, hizo temblar las mallas y dejar mirando escéptico a un Barthez que solo la vio pasar, sin atinar a nada. Uno a cero para Grecia, en el minuto 65.
Los galos hallaron muy pocas veces una senda a través de una defensa helena bien plantada en torno a Dellas. El equipo dirigido por el alemán Otto Rehagel se agazapó, a la espera de la posibilidad de contragolpe.
Pero fue también más allá. Ante unas tribunas que no salían del asombro, los griegos hacían el partido, creaban situaciones de peligro, llegaban insolentes una y otra vez hasta el arco francés.
Empujando el balón
Los galos, como si hubieran tomado tranquilizantes, empujaban el balón de aquí para allá, probaban pases y centros que casi siempre terminaban en los botines de algún griego.
Pieza a pieza, minuto a minuto, pase a pase, los helenos desmontaban a un once francés que era una sombra de sus días de gloria.
Y el tiempo corría y corría. Hacia el final, los franceses trataron de redoblar el ritmo, aumentar la presión, salir a buscar un gol a la desesperada, fuera como fuera.
En la agonía del tiempo reglamentario, el referí manda jugar otros tres minutos. Tres minutos que no iban a bastar para dar vuelta un partido que los galos no habían sido capaces de ganar en noventa.
Una muerte anunciada
La pequeña Grecia, con la que nadie había contado ni en sus sueños más descabellados, derrotaba a la gran Francia, el campeón europeo en funciones. Sin duda, medida por su potencial, Francia había sido una catástrofe.
Pero Grecia ya había derrotado a Portugal, le había empatado a España y sólo había perdido por un gol contra Rusia. Los franceses tendrían que haber estado advertidos.
Pero no, Francia no quiso o no pudo dar más. Cayó sin pena ni gloria, entregada, casi sin luchar, en una modorra futbolística que se venía anunciando, pero que, al fin y al cabo, nadie había querido ni siquiera imaginar.
La muerte anunciada de un favorito se cumplió minuto a minuto como en su paradigma novelístico: cuando Francia cayó aturdida, con los ojos abiertos, mirando a su victimario, todavía no lo podía creer.