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Nicaragua en vilo

14 de junio de 2018

Está en manos de Daniel Ortega que Nicaragua retome la senda democrática, o que se hunda en una espiral de violencia y muerte, opina Yoani Sánchez.

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Estudiantes en las barricadas en Managua. (12.06.2018).
Estudiantes en las barricadas en Managua. (12.06.2018).Imagen: Reuters/O. Rivas

Con las carreteras cortadas, las universidades convertidas en barricadas o en improvisadas enfermerías y una cifra de al menos 156 personas que han perdido la vida en las protestas que estallaron en abril pasado, Nicaragua es hoy una nación a la espera de la decisión que debe tomar un solo hombre. Daniel Ortega tiene entre sus manos la posibilidad de permitir que el país retome la vía democrática o que se hunda en una espiral de violencia y muerte.

La Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia de Nicaragua, que aglutina a amplios sectores, ha convocado un paro nacional para el próximo jueves con el objetivo de exigir el fin de la "represión". Otro de los objetivos de esta convocatoria es reclamar la reanudación del diálogo, que permita poner fin a la crisis sociopolítica que vive el país.
La huelga se suma a otras tantas señales que ha recibido Ortega en las últimas semanas del rechazo de los nicaragüenses hacia el Gobierno que conforma junto a su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo. Sin embargo, el antiguo guerrillero sandinista cree ser el único hombre capaz de conducir al país centroamericano hacia un futuro luminoso que solo existe en sus delirios. Se considera una especie de ungido irremplazable.

Yoani Sánchez.
Yoani Sánchez.Imagen: Reuters

De sus aliados y mentores latinoamericanos, al estilo de Fidel Castro y Hugo Chávez, Ortega aprendió a aferrarse al poder costara lo que costara. La silla presidencial es para él no solo un puesto desde el que controla cada detalle de la vida nacional, sino también una fortaleza que lo protege de la ley. Mientras se mantenga dentro de palacio estará a salvo, piensa. Un error que cometieron muchos de los caudillos de opereta que han gobernado en América Latina.

Retener el más alto cargo del país y no pactar a tiempo su renuncia puede ser la peor de las decisiones que Daniel Ortega ha tomado en toda su larga vida política. Las protestas han tocado una fibra emocional en millones de nicaragüenses, especialmente entre los más jóvenes. Muchos de ellos, convertidos en improvisados combatientes callejeros, intuyen que no hay vuelta atrás y que permitir la continuidad del orteguismo se traducirá en una sentencia de cárcel o de muerte.

Ese fervor revolucionario con el que una vez el sandinismo contó y la mística social que lo encumbró hacia el poder está ahora en mano de sus adversarios. Ortega no cuenta con el apoyo que nace de la pasión ideológica ni mueve en el pueblo el entusiasmo de antaño. Esa conexión se rompió irremediablemente y la represión que ha desatado contra los manifestantes ha terminado por desmoronar la poca ascendencia que le quedaba ante los nicaragüenses.

Cada hora que pasa, cada segundo que el caudillo no negocia su salida de la presidencia, lo acerca a un final más violento.

En Managua, un hombre adicto al poder se refugia en su testarudez sin querer reconocer que si opta por ceder el poder y retirarse, cuando todavía es posible, salvaría innumerables vidas, incluyendo la suya.

Autora: Yoani Sánchez, desde La Habana (cp)

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