Opinión: África se está aislando
6 de julio de 2018La actual política comunitaria de migración y asilo se puede describir de muchas maneras; como un ejercicio de aislamiento sistemático, como una traición a los valores de Europa, como la expansión de su fortaleza… La protección de las fronteras exteriores y la erección de campamentos de refugiados herméticos, preferiblemente lejos del Viejo Continente, son los conceptos de moda. Los líderes del club de los 28 que no son populistas se dejan llevar de todas maneras por el triunfo de quienes sí lo son y por el peligro real de que fracase el proyecto de la Unión Europea. Y lo más probable es que ni la claudicación de Angela Merkel, otrora canciller de la “cultura de la bienvenida”, ante su ministro de Interiores, Horst Seehofer, ni el “paquete de medidas” del Gobierno germano constituyan el punto álgido o definitivo de esta tendencia.
Muchos de los pasos dados por Europa son dignos de ser criticados. El intento de llevar la vigilancia de las fronteras comunitarias hacia el Magreb, arrimando el umbral cada vez más hacia el corazón del Sahara; la criminalización de quienes rescatan a los refugiados en las aguas del Mediterráneo, y la cooperación en materia migratoria con regímenes de dudosa reputación demuestran que Europa se está aislando y desentendiéndose de sus obligaciones con quienes buscan su protección. Pero lo que pasa inadvertido en esta atribución unidireccional de culpas es que los países de origen de muchos de estos migrantes están implementando una estrategia similar. Son sobre todo los Estados africanos los que le atribuyen sus fracasos políticos a otros. Y también ellos están aplicando una política de aislamiento consecuente. África y Europa están procurando aislarse de la misma gente, con la diferencia de que, para las naciones africanas, los refugiados no son migrantes irregulares, sino sus ciudadanos.
El Mediterráneo como válvula de escape
El Estado alemán lleva una lista de “países problema” desde hace años. Más de una docena de naciones figuran allí; entre ellas están Nigeria, Mali y otros países de origen de los migrantes que con más frecuencia se enrumban hacia Europa. Esos Estados hacen que para las autoridades europeas sea difícil, cuando no imposible, repatriar rápida y efectivamente a solicitantes de asilo cuyas peticiones han sido rechazadas. Esa política tiene sentido desde la perspectiva de esos “países problema”, que en teoría son democracias, pero que en realidad son cleptocracias, sistemas dirigidos por élites que perciben al resto de sus compatriotas como un estorbo. Son ante todo los millones de hombres jóvenes desempleados los que son vistos con recelo desde las clases dominantes; ellas sospechan que la frustración de esas multitudes podría convertirse, algún día, en desobediencia y resistencia política. A sus ojos es muy bueno que el mar Mediterráneo funcione como válvula de escape.
Ciertos intereses económicos también ayudan a explicar por qué los mandamases de África reciben de vuelta a sus ciudadanos sólo a regañadientes. Gracias a las remesas que los migrantes africanos en Europa les envían a sus seres queridos, un verdadero caudal de dinero fluye hacia las arcas de sus respectivos países de origen; mucho más dinero que el que reciben de los Estados occidentales por concepto de cooperación para el desarrollo. Y ese dinero llega sin las fastidiosas lecciones sobre cómo gobernar bien o cómo consolidar el Estado de derecho. A los poderosos de esos países no les importan las relaciones laborales abusivas ni las zonas grises legales bajo las cuales sus ciudadanos ganan ese dinero en Europa para luego enviarlo a casa.
Indiferente parece resultarles también que su política de aislamiento de cara a sus propios ciudadanos viole todos los tratados internacionales habidos y por haber. Pese a los discursos huecos articulados en África y a los incentivos financieros ofrecidos por Europa, es poco o nada lo que cambiará a corto plazo: casi ninguna nación africana se ha mostrado dispuesta hasta ahora a firmar un acuerdo vinculante para la repatriación de migrantes provenientes de ese continente. Esos países contribuyen a la actual crisis del sistema de asilo europeo. Y es que ese sistema de asilo sólo puede ser aceptado ampliamente por la población europea si funciona; es decir, si éste consigue repatriar a las personas cuyas peticiones de asilo han sido denegadas tras una evaluación legal exhaustiva de sus casos. Por cierto, esta es una exigencia que también el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ha hecho.
Aumentar la presión y hacer ofertas
¿Qué puede hacer Europa para no tirar sus valores por la borda por miedo a verse sobrecargada? Europa debe aumentar la presión política sobre los países que se rehúsan a asumir sus responsabilidades de cara a sus propios ciudadanos. Y como la presión, por sí sola, rara vez sirve de algo, la Unión Europea debe acompañarla con una oferta que, de consumarse, no sería bien vista por todos los ciudadanos comunitarios: la Unión Europea debe permitir que, aparte de los refugiados y de los profesionales cualificados, contingentes limitados de migrantes vengan a su territorio para trabajar duro y labrarse una vida mejor. Insisto, esta idea no le va a gustar a todo el mundo, pero sería una manera pragmática de evitar que Europa sea destruida desde dentro.
Jan-Philipp Scholz (ERC/ERS)
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