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Opinión: una amistad malentendida

Alexander Freund 28 de enero de 2016

A pesar del interés por hacer negocios con Irán luego del levantamiento de las sanciones en su contra, Occidente no debería hacer grandes concesiones a los mulás, opina Alexander Freund.

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Estatuas tapadas para la visita del presidente de Irán en el Museo Capitolino, Roma. (25.1.2016).
Estatuas tapadas para la visita del presidente de Irán en el Museo Capitolino, Roma. (25.1.2016).Imagen: picture-alliance/AP Photo/G. Lami

Unos se frotan las manos, mientras los otros no dan crédito a sus ojos. Apenas se habían acabado de levantar las sanciones contra Irán, ya se había largado la carrera por lograr el negocio más lucrativo. Todos quieren asegurarse un pedazo de la torta, lo cual no sorprende, ya que, luego de décadas de aislamiento, Irán quiere recuperar el tiempo perdido. Es un país que no solo ofrece increíbles oportunidades comerciales, sino que, además, es rico. Al menos posee gigantescas reservas de petróleo y algunos círculos disponen de enormes sumas de dinero. Por eso, representantes de empresas, ministros y jefes de Gobierno han iniciado su peregrinaje hacia Teherán para conjurar nuevas relaciones de mutuo beneficio y estrechar las que ya existen.

Donde quiera que vaya de visita el presidente iraní, en estos momentos se le extiende la alfombra roja. Hasta el Papa Francisco recibió a Rohaní, a pesar de que su visita no tenía nada que ver con los negocios. Al huésped iraní se lo protegió de situaciones molestas. No debía ver manifestantes para que no peligraran los acuerdos comerciales. En Roma, la ciudad eterna, la hospitalidad fue tan lejos que incluso se cubrieron obras de arte que son patrimonio de la Humanidad para que Rohaní no viera cuerpos desnudos esculpidos en mármol. ¿Estamos todos locos?

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Esto es un ejemplo de una amistad malentendida. Una actitud innecesaria que solo provoca protestas. Por supuesto que, como anfitrión, un país se preocupa por que el invitado se sienta a gusto. Eso incluye no ofrecer carne de cerdo ni vino a un musulmán ortodoxo. Tampoco se le ofrecería carne de vaca a un hindú ni ningún tipo de carne a un vegetariano. Pero la hospitalidad debe tener límites, y si lo único en lo que se piensa es en arrodillarse ante el poder del dinero, se están traspasando esos límites. Es decir, que si el anfitrión desea beber vino porque no le está prohibido, un buen huésped lo acepta. Un país con la cultura que posee Italia no debería ocultar ninguna de sus estatuas solo porque la desnudez tal vez hiera el sentimiento religioso de un invitado. Llegado el caso, el huésped solo tendría que mirar hacia otro lado si algo le disgustase.

El precio de una sociedad comercial

Pero lo que aquí realmente está en juego no es el vino ni los desnudos de mármol. Ni siquiera se trata de la delicada relación entre este anfitrión y su huésped. Se trata del precio de la cooperación económica. Se trata de negocios puros y duros, pero también, en este caso, de la idiosincrasia de cada país, y justamente en una democracia laica como Italia, que ha luchado tanto por sus valores y por la separación del Estado y la religión. Por supuesto que también se pueden hacer negocios con países no democráticos, como China, Rusia, Arabia Saudita o Irán, pero no a costa de la propia identidad, de los valores propios. Quien quiera una cooperación debe respetar las reglas y las costumbres, y ese es un precio que han de pagar ambas partes.

Una sociedad implica también que, además de hablar de negocios se toquen temas polémicos. Allí es donde queda claro que Irán no es, hasta ahora, un vedadero socio, sino un mercado. Es un país que no se ha abierto, sino que únicamente ha abierto sus puertas a lucrativos acuerdos comerciales. Irán no abandonó su programa atómico por propia convicción, sino porque la presión internacional era demasiado grande y tuvo que doblegarse ante las sanciones. Pero el poder de los mulás sigue intacto en la autodenominado República Islámica de Irán.

Cambio a través del comercio

En comparación con el líder espiritual iraní Jamenéi, el presidente Rohaní puede ser el mal menor, pero el modo en que algunos países tratan de congraciarse con Irán está por sobrepasar lo tolerable. A pesar de todas las oportunidades de obtener beneficios no se debe olvidar que en Irán no ha mejorado prácticamente nada en los últimos años. Todo lo contrario: la represión contra toda forma de oposición es cada vez más brutal. Y, al mismo tiempo, Irán fuerza las sangrientas guerras subsidiaris con Arabia Saudita por la hegemonía en el Medio Oriente.

Por muy tentadores que sean los grandes negocios, nuestros valores, como la libertad y el Estado de derecho, son mucho más importantes. No sólo el régimen de los mulás, los países particularmente flexibles y las empresas deberían sacar provecho de las relaciones comerciales. De ellas deberían sacar provecho también la comunidad internacional y el pueblo iraní. Este último no solo necesita mejoras en su calidad de vida, sino, sobre todo, un cambio y una verdadera apertura del país.