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El dilema del Partido Republicano

Ines Pohl desde Washington (ERC/ERS)5 de agosto de 2016

Los republicanos estadounidenses no encuentran la manera de domar a su candidato presidencial, Donald Trump, a pesar de que fue el propio partido el que lo elevó al estatus que hoy tiene, dice Ines Pohl desde Washington.

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Imagen: Reuters/E. Thayer

Contra todos los pronósticos, Jeb Bush y otros políticos fuertes terminaron renunciando a sus aspiraciones de llegar a la presidencia de Estados Unidos en representación del Partido Republicano y dejaron que el empresario Donald Trump se robara el show. Pero también es verdad que Trump atrajo a un contingente de electores codiciado por la formación conservadora, apostando a dos elementos: su condición de outsider, ajeno a la élite política, y su promesa de conseguir que “Estados Unidos vuelva a ser grande”.

Como hombre de negocios multimillonario, Trump siempre ha orbitado en torno a personas con poder; pero es un hecho que él no pertenece ni a las estructuras de los republicanos ni a las de los demócratas. De ahí la credibilidad que le atribuyen quienes piensan que el establishment es un excluyente club en el que los políticos intercambian cargos entre sí para garantizar su bienestar mientras se distancian cada vez más de la mayor parte de la población. Trump ha seducido también a los que creen que todo tiempo pasado fue mejor.

Los dos ases bajo la manga de Trump

Poco parece incomodarles que el discurso de Trump recurra a clichés racistas, islamófobos, xenófobos y sexistas, como los que predominaban en el lenguaje público estadounidense a mediados del siglo pasado. A sus simpatizantes lo que les importa es que él cumpla su palabra cuando llegue a la presidencia: que haga política orientada hacia objetivos claros y resultados concretos, en lugar de perder tiempo en juegos parlamentarios como los orquestados por los republicanos para obstaculizar la gestión de Barack Obama.

Presentarse como un novato bienintencionado y patriótico le ha servido para tejer una red de seguridad a su alrededor. Cuando el presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Paul Ryan, lo atacó y le retiró su apoyo y la republicana Meg Whitman decidió respaldar a la candidata presidencial demócrata, Hillary Clinton, los acólitos de Trump vieron en esos actos una evidencia más de que los miembros de la clase política están confabulados, independientemente de su filiación partidista, y de que el sistema está corrompido.

Liderazgo sin respuestas

Un fenómeno como Trump sólo es posible porque las críticas que él articula tienen un grano de verdad. Aún cuando él instrumentalice peligrosamente ese mensaje, ese grano de verdad está ahí. Tanto peor para los propios republicanos: los ataques de Trump hacia dentro, hacia el corazón del partido, son cada vez más frecuentes, y ellos no encuentran la manera de domar a su candidato presidencial, a pesar de que fueron ellos mismos quienes contribuyeron a elevarlo al estatus que hoy tiene.

Distanciarse del candidato que ellos mismos eligieron sólo fortalecería a Trump. Y ya no existe posibilidad alguna de designar a un nuevo representante para que dé la lucha por la Casa Blanca. Los estatutos del partido establecen que sólo Trump puede allanar el camino para el nombramiento de un nuevo aspirante republicano: Trump tendría que renunciar a su candidatura. Y en este instante, semejante escenario es difícil de imaginar. Trump ha dicho de antemano quién será el culpable si él fracasa: el sistema corrupto, del cual forma parte del Partido Republicano.